Cada día paso por su puesto de trabajo en la séptima con 22. Un puesto ambulante de libros usados que ubica en el suelo y recoge un día si y el otro también.
La primera vez que lo saludé me paré por pura curiosidad y le pregunté por dos o tres textos afines a algunos que vi ubicados en su mercancía. No me dio razón de ellos.
– Los que tengo son los que me encuentro, en la calle, en otros mercadillos, algunos me los regalan los vecinos y con esos me voy rebuscando, igual le averiguo y cualquier cosa le aviso.
Hoy pasé y no estaba. Estaba un chico algo joven, ya estaba recogiendo mercancía. Le pasaba el trapo a cada libro mientras leía su carátula. ¿Y tu papá? ¿no vino hoy? le pregunté intuyendo que podía ser su hijo por edad y parecido. Primero me miró extrañado pero asumo entendió que era un cliente asiduo.
– No, no vino hoy, ni vendrá por varios días. lo jodieron el sábado. Estaba en el billar, tomando cerveza. Se puso a pelear con otro vendedor de la zona y le partieron la cabeza. Ahí anda en la casa leyendo, al fin, antes vendía y no leía, ahora le tocó bajarle a la velocidad…
Le mando saludos, que si, que le baje a la velocidad y empiezo yo a pedalear, a meterle velocidad a mi final de martes.
Bajo a toda velocidad por la Calle 26, a esta hora todavía hay tráfico y movimiento. Es una zona un tanto caótica e insegura pero ya me he armado mi dinámica y siempre bajo a toda maquina por ahí.
Paso por el Centro de Memoria. Siempre, siempre me paro así sea un segundo a observar las pintadas que ponen “La vida es sagrada” sobre las tumbas vacías. No sé muy bien cuál es la fijación pero siempre vuelvo a mirarla.
Hoy cuando miro hacia allá están justo Juanito (Alimaña) y Pedro (Navajas), cada uno en una moto, uno le pasa mercancía al otro, sin mirar pal’ lado ni hacer amagues, todo movimiento está friamente calculado. Yo miro, mi mirada se tropieza brevemente con la de uno de ellos y sigue de largo, en efecto, la vida, sobre todo la mía, es sagrada.
Sigo pedaleando.
Ya estoy en mi Barrio, me faltan un par de kilómetros para llegar a casa. Un Renault 4 verde, viejo, muy viejo, está varado, asumo, por infinita vez a la orilla de la carretera. Cuando vengo en la distancia el conductor me pide ayuda, que para empujar, que de rapidez, que no te vas a demorar mucho…
Alcanzo a frenar, me acerco al carro y sale de dentro del carro otro personaje primo hermano de Pedro y Juanito, o al menos eso me dice mi cabeza llena de preconceptos, meto el freno porque es inevitable, me acuerdo de tantas películas en las que por ayudar termino jodido y sin bicicleta, persiguiendo al que se la lleva mientras su amigo se caga de risa. Así que me subo de nuevo a la cicla y sigo mi camino en la biciruta sin voltear. El del carro me grita:
– Gracias hijueputa, ojalá se te espichen las dos llantas…
Mientras su amigo (o compinche) tira una risotada estruendosa al aire.
La calle es una selva de cemento (y de fieras salvajes, cómo no) y por eso vivo con los ojos (bien) abiertos. El último año me he desencantado de mucha gente y eso -quieras o no- te vuelve huraño, distante y un tanto hijueputa…
Mientras tanto la juma no afecta mi memoria y viene a mi cabeza con mucho swing y sin tanto son:
¿Estos novatos qué creen?
¡si este es el barrio papá!